martes, 15 de diciembre de 2009

CARTA A TU TRISTEZA


Hola!

Escuchame. Tengo algo que decirte. Sabes, yo sé lo que te ha pasado. Sé muy bien las cosas que te han herido, sé que una pena lacera tu alma. Conozco la tristeza que muchas veces opaca tu mirada y sé que miras a tu cuerpo como bañado de barro. Puedo verte a punto de tomar decisiones equivocadas, decisiones que sólo conducen a más errores en una larga cadena de sin sentidos. Pero ya es momento de detenerte. No sigas manteniendo la postura del "pobre de mí". Empieza a corregir la dirección con un sentido distinto. La vida es una ruta por la que transitamos haciendo algo con lo que ya hicimos.

Mira, no eres la única persona del mundo a la que le ha pasado lo que a tí te pasó. Los seres humanos en la tierra hemos pasado, todos, por situaciones que jamás hubiéramos querido pasar, y sin embargo, la mayoría hemos elegido levantarnos del desastre o la suciedad y limpiarnos en cuanto la oportunidad se nos presentó. Todos tenemos cosas de las que arrepentirnos, cosas por las cuales sufrimos, eventos que no olvidaremos jamás, recuerdos que evocan tristezas, dolores que afirman nuestra soledad. Todos nos hemos sentido faltos de algo, aún cuando muchos, se supone, han tenido todo. No te equivoques, nadie tiene todo. A todos nosotros y a cada uno nos falta algo que solo nosotros podemos dar cuenta de qué es. Y eso, lejos de menoscabarnos, debería ser el motivo para autocompletarnos. Y al decir "autocompletarnos", me estoy refiriendo a la posibilidad de ser cada uno artesano de su propio destino.

Nadie vivirá mejor tu vida que la encarnación que eres tú. Nadie será feliz por vos, nadie se calza tus zapatos cuando tú estás en ellos. Dos cosas no ocupan el mismo lugar en el espacio. El espacio en el que estás te ha sido dado para que lo vivas y engrandezcas a cada instante. Solo tu podrás hacer una vida grandiosa en la medida que consideres la grandiosidad de tu vida. Mientras continúes lamentándote e intentando convencer a los demás de la pena que te aqueja será tan solo por la compasión que sientes por tí. Y, sabes, no es buena la autocompasión. Tenemos el deber de ser compasivos con los demás, pero no tenemos el derecho de ser compasivos con nosotros mismos.

Hay gente a la que le han pasado cosas peores, y sin embargo, se han levantado y han podido edificar una pareja, una familia, un pueblo, una empresa, una posibilidad de ser felices... y lo han logrado. ¿Por qué crees vos que no podrás conseguirlo? si lo que te ha pasado debiera ser considerado como un desafío que el universo te ha puesto para que te superes, no para que te hundas en la desesperación.

Empieza por tomar una decisión, decidiendo ahora mismo cambiar aquellas cosas que te afectan en el retraso, en la pena, en los malos momentos. Arregla tus cosas, limpia tu alma y limpiarás tu cuerpo. Recuerda que dos cosas no ocupan el mismo lugar en el espacio. Tu alma y tu cuerpo son una misma unidad. No te lamentes más por aquellas cosas que han pasado, existe un universo entero que quiere verte sonreír, porque con tu felicidad, podrás iluminar con chispas de luz los senderos oscuros que en cualquier lugar podrían estar. Solo eso quería decirte... y además que te quiero mucho.

Miguel Ángel Arcel

EMILIANO Y LOS PERROS


Emiliano amanecía cada día en un rincón distinto del barrio. Aquél que le había dado cobijo durante la noche, con un techo de estrellas sobre su cabeza. Emiliano pernoctaba allí donde la noche llegaba a diario a su realidad. Y lo hacía al calor de sus amigos, que le rodeaban fieles aportando calidez física y afectiva. Seis, siete, ocho perros amigos le acompañaban en su vagabundeo diurno y en su descanso nocturno. Y Emiliano los trataba con extraordinarios cuidados y mimos, aún a costa de sus propias privaciones.

Pero ¿quién era Emiliano? Por el barrio se comentaban diversas historias sobre su vida. Pero todas coincidían en un punto: se trataba de un hombre nacido en una familia de clase media. Poseía estudios universitarios y había sido funcionario de carrera en el Instituto Cartográfico Nacional.

En su edad joven, con un trabajo estable, una casa familiar (sin familia, eso sí) y un nivel de vida de tipo medio, algo debió de pasar por la mente de Emiliano. Comenzó recogiendo cuantos perrillos abandonados encontraba a su paso, hasta que la casa terminó por asemejarse más a un albergue canino que a un hogar. Los vecinos expresaron a Emiliano sus quejas sin resultado alguno. Vinieron entonces las denuncias y las pretensiones de desalojar a los canes. Hasta que un día, aquel alma grande y aquella mente que con frecuencia se negaba a pensar de acuerdo con los modos establecidos, al unísono decidieron vivir al margen de horizontes que limitan.

Y comenzó una nueva etapa, abandonando su trabajo y abandonando su casa, para vivir en libertad. Sin vecinos arriba y abajo que se molestan por saberle feliz. Sí, la calle, la calle sería en adelante su hogar.

Educado siempre, digno, sin concesiones a la tentación de mendigar, Emiliano únicamente sufría si un día se encontraba sin posibilidad de dar de comer a sus canes compañeros. Y éstos crecían en número cada verano. Todos los que eran abandonados por sus amantísimos amos, encontraban cariño al lado de Emiliano. Lamentablemente, el número siempre se equilibraba por la falta de alguno de ellos. La ausencia de higiene y de cuidados veterinarios se encargaba de impedir que el número creciera demasiado.

A primeras horas de la mañana, era frecuente ver a Emiliano durmiendo en un rincón de la calle, rodeado de sus amigos para los que nunca faltaba una raída manta aunque él dejara que su cuerpo descansara directamente sobre el suelo.

Su conversación, siempre instruida y atenta, hacía que contara con la simpatía y la generosidad de los que habitualmente pasaban a diario por su lado. Esto era lo que le permitía sobrevivir.

Y aquella noche de finales de Diciembre, en plenas vacaciones Navideñas, el aire congelaba el aliento. Aparecían las calles desiertas y, aquellos a los que alguna necesidad les hacía salir de sus casas, caminaban apresurados y prácticamente enfundados hasta los ojos. Incluso las bombillas de colores, y su misión de aportar ambiente Navideño a las calles, parecían haber sido vencidas por la gélida noche y ofrecían una luz tenue, pobre, fría también. Algunas, incluso, habían decidido dejar de brillar para siempre. Y mostraban unas figuras Navideñas imposibles, truncadas, deshechas.

De vuelta a casa, pasé a su lado. Sus amigos los perros habían sido cuidadosamente tapados con mantas compartidas, y se apretaban unos contra otros intentando transmitirse un calor que no tenían. A sus ojos abiertos no acudía el sueño. El frío y el hambre no son buenos compañeros de los sueños. A su lado, Emiliano frotaba con energía sus manos. Siempre se había negado a acudir a pasar la noche al refugio donde los Servicios Sociales Municipales le ofrecían cama y comida. Le habrían requisado a sus amigos, los habrían enviado a la perrera municipal. Y él nunca consentiría eso, ellos no estaban abandonados, le tenían a él.

Contestó a mi saludo deseándome buenas noches. Agradeció, como siempre atento sin servilismos, la moneda que habitualmente depositaba en su mano de uñas largas y negras y de piel cubierta de una suciedad acumulada de varias fechas (lavarse las manos en una fuente de la calle en pleno invierno, no es precisamente un placer). Sus amigos sólo me siguieron con la mirada.

También yo le deseé buenas noches y proseguí con prisa mi camino. Y de repente, oír mi voz expresando ese deseo a alguien en aquellas condiciones, removió algo dentro de mí, del corazón, de mi mente ya acostumbrada a ver feliz a Emiliano en cualquier situación. ¿Era mi moneda habitual la forma de tranquilizar mi conciencia por la parte de responsabilidad que me tocara en la situación de todos los Emilianos?. Pero aquel mi expresado deseo de "buenas noches" me sonó tan banal, que era demasiado incluso para mi conciencia, acomodada y posiblemente poco autoexigente.

Desvié mi trayecto y entré en uno de esos supermercados de horario nocturno. Llené sendas bolsas con algo de embutido, de pan, leche, de alguna chuchería y... también de un poco de vino que aportara calor. En la otra bolsa puse suficiente número de latas con comida para perros y caminé contenta al encuentro de Emiliano. Seguía en el mismo lugar, seguía frotándose enérgicamente las manos.

Satisfecha, le entregué las bolsas y, tratando de evitar el tono grave que en ese momento se empeñaba en ensombrecer mi voz, "por si aún no habéis cenado" le dije con premeditada jovialidad intentando no herir su dignidad.

Emiliano me miró -gracias- dijo, y sonrió, sólo sonrió. Rápidamente se puso a rebuscar en las bolsas, poniendo hacia un lado, sin hacerle caso, cada artículo de comida que encontraba dentro. Así hasta que tocó el turno a aquélla en que estaban las latas para los canes. Me miró y sonrió de nuevo, con abierta sonrisa esta vez. "Gracias" -repitió- "habría sido suficiente con esto, yo estoy bien". Y se volvió, ya ignorándome, con prisa por preparar a sus expectantes amigos la ansiada comida.

Y ahora, ya no fui capaz de expresarle otro "buenas noches". Solo me encaminé de nuevo a mi casa, donde me esperaba el calor. El del cariño de mi familia, el de la calefacción de la casa, el de la sopa de mi cena, el de la música Navideña de aquellos niños vestidos de pastorcitos que cantaban esa noche en la televisión. De repente aprecié todo cuanto poseía y supe, como nunca, lo superficiales que eran mis sensaciones de necesidad.

Pero Emiliano me había enseñado. Y aprendí que yo carecía de dones en los que él era inmensamente rico: su capacidad para ser feliz sin nada, su sentido de la amistad anteponiendo las necesidades de sus amigos a las suyas propias, su espíritu libre sin calendarios ni relojes que vienen a recordarte fechas, horas...

Y mi calendario, inmisericorde, se empeñó en recordarme que era Navidad, pero que existen en el año 365 noches...