domingo, 27 de mayo de 2018

LAS MANOS CERCENADAS Leyenda totonaca




Un día llegó a la Ciudad de México-Tenochtitlan el príncipe Itecupinqui, hijo del Señor totonaca Itzcahuitl. Iba muy enfadado por los terribles tributos que su pueblo debía pagar a Moctezuma Xocoyotzin. Cuando caminaba por la plaza del Templo Mayor, vio a Teizalco, la esposa de Moctezuma,  hija de Totoquihuatzin, el Señor de Tlacopan, y a Tecuichpo, Copo de Algodón, la hija preferida del Huey Tlatoani. El príncipe quedó sumamente impresionado por la belleza de Copo, joven, esbelta y bella como una flor recién abierta. Siguió su camino hasta el palacio del Tlatoani. Cuando entró en la sala de recepciones vio  al emperador sentado en su silla de oro. Moctezuma era atractivo, de piel morena y brillante, cabello negro y lacio que le caía a los hombros, sus facciones recias y masculinas desmentían su carácter un tanto cuanto timorato.
Itecupinqui iba con Ichcatzin el hechicero más competente del Totonacapan que Moctezuma había pedido se le trajese, para que le diera luz acerca de un suceso que le preocupaba. El Huey Tlatoani se les quedó mirando fijamente, sin ocultar su interés, pues sabía que tenía enfrente al más famoso guerrero y al más competente de los chamanes de tierras totonacas. Pausadamente, el monarca habló: -Ha poco tiempo unos pescadores me han traído de la laguna un ave semejante a una grulla, que lleva un espejo en medio de la cabeza. El espejo es redondo y muy pulido, en él vi a las mamalhuaztli, las estrellas del cielo que perforan y taladran. A más de ello, en el espejo aparecieron unas personas extrañas montadas en animales que desconozco, parecidos a venados pero sin cuernos; estos hombres llevaban armas diferentes a las nuestras.
Mis tonalpoulques no conocen el significado de estos prodigios. Por eso quiero que tú, Ichcatzin, me digas que significan. El hechicero sacó de su morral una calabaza donde guardaba ololiuhqui, una hierba alucinógena, la masticó, y afirmó que ahora podría ver el pasado y el futuro. Minutos después, Ichcatzin dijo: -No quisiera inquietarte, sabio soberano, pero las profecías de Quetzalcóatl se están cumpliendo. Unos hombres blancos llegarán por el Oriente, destruirán nuestras ciudades y matarán a nuestros hermanos, los dioses serán vencidos y sus templos destruidos, nuestros señoríos se acabarán. Es el regreso de la Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl. Moctezuma al escuchar tales palabras sintió que el mundo se desplomaba.
Ichcatzin y el príncipe se apresuraron a regresar a Papantla, donde vivían, temiendo la cólera del tlatoani. Debían asistir a la fiesta dedicada a Centeocíhuatl, la diosa del maíz. Terminada la fiesta, Itecupinqui fue a buscar a Petálcatl, una vez que le hubieron ofrecido a la diosa el sacrificio de tórtolas, codornices y conejos. Ambos guerreros estuvieron hablando mucho tiempo, y decidieron preparar al ejército para la guerra con los seres extraños, para defender la libertad de los indios, sus hermanos. Al darse cuenta de la cobardía de Moctezuma pensaron que había llegado el momento de liberarse del yugo azteca. Pero Cacamatzin, el mejor guerrero azteca, se enteró de las intenciones del príncipe totonaca, y raudo se dirigió hacia sus tierras. Totonacas y mexicas pelearon en una cruel batalla. Flechas y macanas hirieron a los soldados de ambos mandos, murieron muchos guerreros, fue una espantosa carnicería. En un momento dado, junto a la escalinata del templo a Centéotl, se encontraron frente a frente Cacama e Itecupinqui, pelearon con sus filosas macanas. Ambos eran notables y valerosos guerreros. Súbitamente el guerrero totonaca se tropezó y el Caballero Águila aprovechó la ocasión para asestar un terrible golpe de macana en el pecho del príncipe que le dejó fuera de combate y herido de muerte. Cacamatzin lanzó un estridente grito de victoria y procedió a cortarle las manos a su contrincante. Las manos amputadas eran un poderoso talismán con poderes mágicos. Contento con su trofeo Cacama se creía invencible, gritaba enloquecido: -¡Ya tengo las manos del guerrero más poderoso del Totonacapan! ¡Ahora seré invencible y famoso!
Cacamatzin llamó a Catzintli, un reconocido embalsamador, para que le preparase las manos que había de llevar hasta Tenochtitlan para presentárselas, lleno de orgullo, a Moctezuma II. Pero Catzintli quería mucho a Itecupinqui, porque había conocido a su padre, y había servido en su corte. Esa misma noche, aprovechando un descuido de los mexicas, tomó las manos cercenadas y huyó. Llegó hasta el río Chichicasepa y en un trozo de roca basáltica gris esculpió las maravillosas manos de Itecupinqui. Cuando terminó, enterró las manos del guerrero y se dirigió al templo de la diosa Centeocíhuatl,  colocó en su altar el par de manos esculpido en la roca, para que la diosa protegiera a los totonacas de los terribles acontecimientos que se avecinaban.

Los abuelos relatan que en una cueva situada entre Totomoxtle y Coatzintlali, existía un templo dedicado al dios del trueno, la lluvia y las aguas de los ríos. Siete sacerdotes se reunían en el templo cuando llegaba el tiempo de sembrar las semillas y cultivar la tierra. Siete veces invocaban a los dioses, y cantaban en dirección a los cuatro rumbos del universo. Siete por cuatro suman veintiocho, el número de días de que consta el ciclo lunar. Los sacerdotes tocaban el gran tambor del trueno, arrastraban pieles de animales por la cueva, lanzaban flechas encendidas al Cielo, para que la potente lluvia arrojara sus aguas a la selva. Entonces llovía a torrentes y los ríos Papaloapan y Huitzilac se desbordaban.
El tiempo fue pasando; y en un momento dado llegaron gentes extrañas que decían venir de tierras lejanas. Arribaron por el Golfo de México. Los hombres, las mujeres y los niños extranjeros siempre sonreían, parecían estar muy felices, y en efecto lo estaban, pues después de haber pasado muchas calamidades en el mar, por fin habían llegado a tierras tropicales donde encontraron frutas, animales, agua potable y un hermoso clima. Decidieron asentarse en las tierras encontradas a las que llamaron Totonacapan.
Sin embargo, los siete sacerdotes que vivían en la caverna no estuvieron de acuerdo en que los totonacas invadieran sus tierras, y decidieron producir muchos truenos, relámpagos, , y lluvia para asustarlos. Llovió por mucho tiempo. Alguien se dio cuenta de que tales catástrofes las producían siete sacerdotes que moraban en una cueva. Los totonacas se reunieron en cónclave y decidieron embarcar a los siete sacerdotes provistos de alimentos y agua, y enviarlos al mar de las turquesas, de donde nunca más regresaran. Pero quedaba el problema de los dioses del trueno y de la lluvia. Conscientes de que nada podían hacer contra las divinidades que causaban tales estropicios naturales, los sabios sacerdotes y los principales señores totonacas decidieron adoptar a los dioses, venerarlos y rendirles pleitesía,  para evitar su furia vengadora se hicieron sus fieles.
En el mismo sitio donde estaba la cueva, el templo, y los dioses del trueno y la lluvia, los totonacas levantaron otro magnífico templo, la Pirámide del Tajín, que en lengua totonaca significa el “lugar de las tempestades”. A los dioses del trueno y de la lluvia, se les rezó durante trescientos sesenta y cinco días, que es igual al número de nichos con que cuenta este magnífico templo, para que durante todo el año se tenga buen tiempo y la lluvia caiga satisfactoriamente cuando llega el momento de regar las milpas.

Sonia Iglesias y Cabrera