domingo, 21 de diciembre de 2008

EL JOVEN INTOLERANTE

Cada vez que le decían algo que no le gustaba, o disentían con alguna de sus opiniones, o no le complacían un capricho al pie de la letra, reaccionaba mal. Muy mal, a decir verdad. Y cada vez peor, pues a medida que pasaba el tiempo, se tornaba más irascible. Por cierto sus relaciones no eran muy gratificantes: los amigos se iban alejando, los compañeros de trabajo le hacían el vacío, los subalternos le temían pero no lo respetaban.
Las habladurías sobre su mal carácter llegaron a oídos del padre, director de la empresa donde el muchacho tenía a cargo una gerencia.
-Sé que mis reacciones son desmedidas, y después suelo arrepentirme, pero no puedo controlarme-confió el joven al ser interpelado por el padre.
-Puedo ayudarte. Existe un método, un poco engorroso, para que aprendas a moderar tu agresividad. Todas las noches debes repasar tu conducta. Con la mano en el corazón, reconocerás los momentos del día en que has sido injusto, inmoderado o violento. A la mañana siguiente, pondrás tantos clavos en la cerca-señaló hacia el jardín- como veces te hayas propasado.
No parecía difícil. Claro, que al ritmo de un clavo por error, pronto comprendió que le convenía refrenar sus impulsos agresivos, reflexionar antes de proferir una ofensa, o dar un portazo.
Insensiblemente se fue volviendo más comprensivo y paciente, hasta que no hubo clavos que poner en la cerca. Al mismo tiempo, sus días eran más plácidos y empezaba a advertir que con el nuevo comportamiento despertaba más afecto que nunca en los demás.
Cuando informó a su padre de los progresos, este dijo:
-Ahora viene la segunda etapa.
-¿Hay más?
-Sí, y requiere más madurez todavía. Se trata de sacar todos los clavos. Cuando hayas terminado, deberás avisarme.
El muchacho así lo hizo.
-¿Falta algo ahora, padre?
-¿Cómo quedaron las tablas que usaste para el experimento?
-Bueno...perforadas, rotas...nada muy bonito, diría yo.
-Pues así han quedado las personas a las que agrediste. Con las heridas y, en el mejor de los casos, las cicatrices de tus actos. Ahora tendrás que reparar la cerca y mientrás tanto, pensarás cómo hacer para reparar a tus víctimas. El arrepentimiento y el perdón, la tolerancia y la comprensión serán tus herramientas.

Guillermo Mogni

Nos sentimos dueños de nuestras acciones, pero también sería bueno que fuéramos dueños de nuestras reacciones. Porque ellas pueden hacer mucho bien o mucho mal. Una contestación desmesurada, un gesto despectivo, una sonrisa sardónica, un portazo, un grito, un insulto, a veces pueden ser desvastadores. Con estas muestras de intemperancia podemos causar verdadero daño, quizás a quienes queremos. Y luego, reparar lo que lastimamos puede ser muy difícil. Y siempre debemos tener muy en cuenta que nuestras desmesuras, si bien siempre son malas, lastiman más a quienes nos quieren de verdad que a los desconocidos o poco conocidos. El ser humano es paradojal; no tiene reparos en dejar fluir todo su veneno ante la más mínima irritación, y sin embargo, no libera con la misma facilidad sus emociones. Un insulto está a flor de piel y sale facilmente disparado; un "te amo" parece estar metido más profundo y casi hay que empujarlo para que salga. Sería lindo que todo eso fuera al revés. Que las emociones ante lo bueno fluyeran sin vergüenza. Y que nos tomáramos un momento de reflexión antes de agredir. Si así lo hiciéramos, casi con seguridad, no habría agresiones... y habría menos gente lastimada. Y eso sería muy bueno. Porque de cada herida queda una cicatriz; y cada cicatriz implica un pedacito menos de tejido noble. Porque si bien la cicatriz repara, no reemplaza lo que se dañó. Si lastimamos un amor, aunque luego tratemos de arreglarlo, no volverá a ser el mismo. Pensemos, meditemos antes de disparar una palabra o un gesto cuyas consecuencias pueden ser irreparables.

Reflexión: Graciela Heger A. *C*