Si crees que la vida en familia que
tienes ahora, la tendrás para siempre, tal vez debas prestar atención a los
días comunes, esos que comienzan con cereal y terminan viendo películas.
Entre ellos están los días en que mis
hijos jugaban con el perro, comían helado por los cachetes, y se mecían en los
columpios. Tardes con manguera y lodo, que los chiquillos terminaban en mi
cama, en aquellas noches de cine familiar.
Cuando mi primer retoño lloró en la
puerta del kinder, pensé que siempre lloraría al separarse de mí. Pero todo
sucede por etapas y a su tiempo. Entonces los problemas nos parecían enormes;
las alergias, el partido perdido, peces y hamsters que morían uno tras otro.
Pero en general, el mundo en que vivíamos y la familia que construimos, hizo
sentir que la infancia era sólida y duradera.
Lo más bello de esa etapa fue mecerlos
en mi regazo oliendo a talco y a cabello recién lavado. El beso y la bendición
antes de dormir. Dejarlos en su recámara por tan poquito tiempo, porque siempre
amanecían en la nuestra.
Me preocupaba que si no les leía un
cuento antes de dormir, no los motivaría a leer, y me entristecía si discutían
por el turno del juego como si fueran a pelear por el resto de sus vidas.
Todas las etapas llegan a su fin. La
pelota deja de volar por el jardín. Los juegos de mesa se llenan de
polvo.Regalas la bañera de plástico y ahora esperas horas a que salgan de la
regadera.
La puerta de la recámara que siempre
estuvo abierta, de pronto un día: se cierra. Un día al cruzar la calle estiras
tu brazo para alcanzar la manita que siempre estuvo ahí para agarrar la tuya, y
tu chico de trece años camina un par de pasos atrás, pretendiendo no conocerte.
Has entrado a un nuevo territorio
llamado adolescencia y no conoces el piso en donde estas parada. El hijo que
cargaste y cuidaste se ha transformado en un sujeto jorobado sobre una
computadora. Te preguntas si lo estás haciendo bien, pues ya no hay marcha
atrás. Te preguntas si podrás sobrellevar el resto del día sin discutir, y
acabas agotada recordando aquellos días que parecían eternos y se han esfumado.
Las advertencias y consecuencias ya no
funcionan. Las charlas de sobremesa ya no existen. Haces lo que puedes, como
puedes: llenas el refrigerador, chofereas, negocias permisos, supervisas,
asistes a las citas de calificaciones, dejas de asistir a los partidos, e
ignoras la recámara que parece haber sido bombardeada.
Te piden otra vez dinero. Tratas de no
hacer muchas preguntas. Tratas de obtener todas las respuestas. Vuelves a
llenar el refrigerador. Compras pizzas. Te asomas por el balcón a ver la
fiesta. Aprendes a textear con ellos. Aprendes a rezar por ellos. Tus noches de
sueño ahora son noches de alerta. Te haces experta en leer entre líneas, en
interpretar miradas, en determinar olores.
Te dice "qiubo ma" y de
pronto estas de frente a una verdad que sabías desde hace tiempo y te negabas a
enfrentar. Ahora el joven no necesita, ni que le prepares leche, ni que le
cierres la chaqueta: necesita tu confianza.
Te recuerdas a ti misma, que habrá que
dejarlos ir y practicas el arte de vivir el presente. Saboreas cada minuto que
tienes, aquí y ahora, cenando con tu familia y diciendo buenas noches en
persona. Das el beso en la mejilla y la bendición en la frente, aunque parezca
que ya no les gusta.
No podemos cambiar el crecimiento de
nuestros hijos, pero podemos cambiar nuestra actitud ante ello, en vez de decir
lo que deberían corregir, piensas en lo superado y logrado por cada uno, porque
en cualquier momento vas a estar abrazando a tu pequeño de 1.80 metros de
estatura y lo harás de puntitas para decirle al oído que lo extrañarás mientras
hace su maestría en otro continente.
El torbellino de los cajones azotados
y los ganchos caídos buscando una sudadera al son de la música estridente, se
han ido ya. La casa tiene una nueva clase de silencio. El galón de leche se
vuelve agrio. Por fin sobra una rebanada de pastel para ti, pero ya no tienes
apetito. Nadie te pide que lo lleves a ningún lado.
Entonces miro a mi esposo, sentado en
la mesa del antecomedor, que de pronto se hizo muy grande para dos, y me
pregunto cómo es que todo pasó tan de prisa. Mis libreros están llenos de álbumes
con veinte años de fotos: piñatas, premios, partidos y navidades. Sin embargo,
los recuerdos que más deseo atesorar; los que desearía volver a vivir, son los
momentos que nadie pensó en fotografiar; esos ratos que pasaban a diario entre
la cocina y el cuarto de tele. Desayunar cereal en pijamas y acurrucarnos a ver
una película al final del día.
Me tomó mucho tiempo percatarme, pero
definitivamente lo aseguro, que el más maravilloso regalo que me ha dado mi
familia, el que compone mi más grande tesoro, es el regalo de esos preciosos y
perfectos días ordinarios.