Era la soledad de los campos, una
noche de invierno. Nevaba.
Sobre lo alto de una loma, toda blanca
y desnuda, se apareció una forma blanca también como el camino cubierto de
nieve. En derredor de esa forma flotaba una claridad que venía, no de la luz,
sino del nimbo de una frente. El caminante era Jesús.
Allá donde se eriza el suelo de
ásperas rocas, un bulto negro se agita. Jesús marcha hacia él. Él viene como
receloso a su encuentro. A medida que el resplandor divino lo alumbra, se
define la figura de un lobo, en cuyo cuerpo escuálido y en cuyos ojos de
siniestro brillo está impresa el ansia del hambre.
Avanzan. Párase el lobo al borde de
una roca, ya a pocos pasos del Señor, que también se detiene y lo mira. La
actitud dulce, indefensa, reanima el espíritu del lobo. Tiende éste el
descarnado hocico
Y aviva el fuego de sus ojos
famélicos; ya arranca el cuerpo de Sobre la roca... ya se abalanza a la
presa... ya es suya... cuando Él, con una sonrisa que filtra a través de su
inefable suavidad de palabras:
- “Soy yo” Le dice.
Y el lobo, que lo oye en el rapidísimo
espacio de atravesar el aire para caer sobre él, en el mismo rapidísimo espacio
muda maravillosamente de apariencia; se trasfigura, se deshace, se precipita en
lluvia de fragantes flores. A los pies de Jesús, entre la nieve, las flores
forman como una nube mística, sobre la que el divino cuerpo flotara.
El Señor, mirando las flores que a sus
plantas había, hizo sonar los dedos como quien llama un animal doméstico.
Entonces debajo del manto de flores se levantó, cual si despertara, un perro
grande, fuerte y de mirada dulce y noble, de la casta de aquellos que en las
sendas del monte San Bernardo van en socorro del viajero perdido.