No todas las leyendas asustan, no al
menos en forma de fantasmas o espantos que deambulen por ahí con gritos y
quejidos tormentosos. Este caso más bien reta el alcance de la imaginación y
credibilidad, rozando con una prueba de fe inmensa.
El año 1700 fue el testigo del
nacimiento del padre Fray Agustín de San José, un hombre de Dios entregado por
completo a las labores y palabras que el evangelio reza desde épocas muy
lejanas, incluso lejanas para él mismo.
Sacrificios, bondad, confesiones en
cualquier momento. Muchos fueron los actos de nobleza que llevaron a este
sacerdote a ser reconocido en algún momento como el fraile dadivoso. Pero no es
ese el tema resaltante.
El tres de enero de 1778 falleció este
siervo del señor y nació la leyenda, esa del Fraile que no se mojaba.
Si para muchos era inexplicable ver
que un hombre millonario haya renunciado a su herencia para vivir bajo la más
humilde de las moradas y costumbres, más complicado se tornaba creer lo que un
médico vivió de primera mano.
Bajo una oscura y tormentosa noche, el
padre originario de España se disponía a visitar un enfermo en la población de
Lerma, a unas cuantas leguas de Toluca, en aras de confesar a quien se creía en
sus últimos días.
En el camino, el médico encargado de
visitar a este paciente, se cruzó con el Fray
Agustín, al verlo mojado le invitó a montar su carreta el resto del
camino, pero la negativa fue inmediata. Al llegar a su destino, dicho médico se
sorprendió de ver la túnica totalmente seca, al igual que el cuerpo del religioso.
Incluso bajo juramento afirmaba aquel
suceso el experto en salud, que sorprendido por el hecho, narró a cuantos pudo
aquella historia de un siervo de Dios, que jamás buscó riquezas, que siempre
estuvo para todos y que bajo la lluvia, aquel fraile no se mojaba.