El que no arriesga no gana. Eso fue lo
que en su momento pudo pensar Martín, un jugador como muchos, adinerado como
pocos. Cuenta la leyenda que en uno de los callejones de aquel Guanajuato, una
casa albergaba el lugar de apuestas más concurrido de los alrededores, con
frecuentes asiduos de altos círculos sociales, que buscaban diversión en las
noches de azar de aquel poblado.
Una de estas noches, un rostro pálido
escondido en un sombrero ancho, sobre ropas de la época, entró en esta morada
en busca de un rival, el que encontró en Martín, ese adinerado y exitoso hombre conocido por
todo el pueblo, con propiedades, riquezas, una bella y joven mujer y su hijo.
El reto fue aceptado por aquel
forastero que durante toda la noche ganó sin parar a un confundido pero herido
en su orgullo Martín, así hasta que ya no quedaba nada que apostar, nada que
perder.
Sin embargo, aquel sombrero misterioso
se reclinó sobre la mesa para susurrarle a Martín que aún poseía una riqueza
valiosa que apostar, algo que seguía en su poder, aquella bella y joven mujer
que hacía llamar su esposa, la madre de su hijo.
Martín no lo dudó y se levantó de la
mesa, se retiró a su hogar y desechó la opción. Aunque al día siguiente, su
orgullo le jugó una mala pasada y le llevó a aquella casa de apuestas con su
mujer como única moneda. Muchos cuentan que accedió a la primera.
Pero la verdad es que al igual que al
comienzo, volvió a perder, todo apostado a esa sota de oros, que esa noche
sucumbió ante un seis de espadas.
De esta manera, Martín sólo era dueño
de su vida, aunque sentía haberla perdido por completo esa noche, la misma
noche en la que el sombrero se levantó y dejó ver dos chispas ardientes que
para muchos, eran los ojos del mismísimo demonio.