martes, 11 de agosto de 2009

ABUELO, MIRAME




A mi madre le costó decidirse pero llegó un momento en que tuvimos que traer el abuelo a casa.
Hacía cinco o seis años que había fallecido mi abuela, y durante este tiempo se había apañado muy bien solo, incluso venía a visitarnos de vez en cuando con su bastón con pomo de cristal que tanto me gustaba.
Recuerdo que cuando venia yo salía corriendo a abrazarlo y me gustaba sentarme a su lado y mirarle aquella cabellera blanca y su cara pulcramente afeitada.
Pero cuando vino a vivir con nosotros ya no era el mismo. Sus ojos se habían hundido un poco en su cara y sus pupilas se habían vuelto mucho más negras, sus mejillas estaban a medio afeitar y su pelo estaba despeinado y sucio.
Se le habilitó la habitación del fondo, junto con la lavadora y la ropa de plancha, e intentamos incorporarlo a nuestra rutina diaria.
Fue difícil, mis padres se iban al trabajo, mi hermano y yo al instituto y él se quedaba solo en casa. Pero antes de salir había que dejarlo todo listo, y con las prisas de las mañanas todo se complicaba.
El primer problema fue el del cuarto de baño. En casa sólo había uno y teníamos que repartírnoslo entre mis padres, mi hermano y yo, y ahora, también el abuelo, que para no molestar, se levantaba el primero de todos y luego salía de su cuarto a desayunar ya vestido y encorbatado.
Y cuando el primer sábado después de llegar el abuelo, mi madre le dijo que tocaba ducha, él se negó en redondo.
No hubo manera de convencerle. Decía que él ya se lavaba por las mañanas, pero lo cierto era que iba sucio y se notaba.
Durante toda la semana siguiente estuvieron a la greña, una exigiendo limpieza y el otro, tozudo negándose. Era evidente que no se podía bañar solo, que en casa solo teníamos bañera y él no era capaz de entrar y salir, y estaba muy claro que tenia vergüenza de que le vieran desnudo.
Mi madre estaba desesperada ante la actitud de su padre, en vano se lo explicaba, que no pasaba nada que todos los ancianos necesitaban ayuda para ducharse, que era normal, pero el viejo, erre que erre, se negaba.
Yo tenía por aquel entonces quince años, pero quince de los de ahora, no de los de hace medio siglo. No me asustaba ni la vida ni el sexo, ni los tabúes de los mayores, y me sentía dolida por mi abuelo. Entendía su miedo y su vergüenza, con la vejez, se van perdiendo poco a poco atribuciones y cosas, y él estaba a punto de perder su intimidad, pero yo sabía como convencerlo, había que poner muchas dosis de cariño y un poquito de audacia.
Y aquel viernes, cuando llegué a casa, mi abuelo estaba como siempre, sentado en su butaca, viendo la televisión con aquella cara triste y aquellos ojos negros, muy negros.
Me dirigí hacia él, le di un beso en la mejilla y le dije:
Prepárate que hay que ducharse, hoy hay cena familiar y no quiero que seas un viejo sucio.
Me miró sin decir nada, como asustado.
Yo me fui a mi cuarto, me desnudé, me anudé una toalla de manos a la cintura, me puse unas zapatillas y salí de esta guisa al comedor.
El anciano se quedó de una pieza cuando me vio aparecer en el comedor en traje de ducha.
Bajó la cabeza dirigiendo los ojos al suelo para no mirar. Se le veía avergonzado e inquieto.
-Abuelo, mírame, soy tu nieta. Supongo que el hecho de que esté desnuda no te induce malos pensamientos no?
El, cabizbajo, negó enérgicamente con la cabeza, aún sin atreverse a levantarla.
-Mírame, no pasa nada, es solo un cuerpo, ahora es joven, algún día también será viejo como el tuyo. Levanta la vista, deja la vergüenza para los memos.
Y mi abuelo, levantó la cara y me miró, y su mirada era de cariño y de amor, su mirada era limpia y pura, me observó, lentamente y me sentí observada, allí, de pié con las manos en las caderas, y me sonrió, y se dejó coger de la mano y conducir al cuarto de baño.
Aceptó desnudarse y que lo ayudara a ponerse dentro de la bañera, puse un taburete dentro y así, sentado, él con la esponja y yo con la ducha teléfono, lavamos aquel cuerpo viejo y ajado.
Por la noche, teníamos cena de familia. Hacía unos días mi padre había cumplido cuarenta años y lo íbamos a celebrar. Venía la tía Enriqueta, hermana de mi padre, soltera compungida y también su hermano Carlos y su mujer. Gente de bien, de derechas de toda la vida, seria y estirada. Total, tres de fuera, nosotros cuatro y el abuelo
Mi madre llegó tarde y con prisas, con las bolsas de la compra y se metió en la cocina a preparar la cena. Ni siquiera reparó en el abuelo que estaba en su butaca limpio afeitado y pulcro como un pincel.
Llegaron los invitados, saludos y besos, poner la mesa, ayudar en la ensalada, los hombres, como siempre sin pegar golpe, sacar el vino, traer las sillas, hasta que por fin, nos sentamos todos a la mesa.
-¿No os habéis fijado en el abuelo lo limpio y guapo que se ve?
Todos se fijaron en el cabecera de mesa, imponente con su melena blanca bien lavada y peinada y su cara afeitada. Como siempre, camisa y corbata y su mirada que había recuperado parte de su orgullo y viveza. En sus labios una media sonrisa.
-No se quería duchar porque tenía vergüenza de que le viéramos desnudo, por lo que he tenido que ducharme con él para convencerlo.
Esto no era rigurosamente cierto, pero de alguna manera describía que habíamos compartido desnudez y ducha.
Se hizo un silencio sepulcral. Las miradas de los presentes fueron pasando y cruzándose entre todos como enviándose mensajes de estupor y susto.
Incluso el memo de mi hermano, al que se le escapaban miradas furtivas cuando iba con poca ropa, se me quedó mirando como alelado. Tenía dos años más que yo, pero parecía que eran dos menos.
La primera que rompió el hielo, fue mi madre, comentando que menos mal, que le hacía falta una ducha al abuelo, pero los demás, seguían mudos, silentes totales.
Tenían la ensalada en el plato, y aprovecharon para llenarse la boca y evitar decir ni pio. Nunca había visto comensales tan aplicados en su trabajo.
Yo comía satisfecha, pensando en lo que les debía circular por la cabeza a todos ellos.
Mi padre, estaba asustado, como siempre que intentaba hablar de mis salidas y mis novios. Prefería no preguntar, no saber, se daba cuenta de que su hija se volvía mayor, y la tarea le empezaba a venir grande.
La tía Enriqueta, estaba sencillamente escandalizada. Lo que yo había hecho era perverso, en realidad todo lo que tuviera que ver con la epidermis era así. Ella que vestía todavía con enaguas y con faldas por debajo de la rodilla, se sentía ofendida y atacada por una mocosa desvergonzada.
El tío Carlos, me miraba con estupor, por un momento pensé en que me estaba desnudando, pero cada vez que le dirigía la mirada, la apartaba enseguida.
Y su mujer, la arpía de su mujer, tenía prisa por irse pensando en todo lo que tenía que comentar y criticar, le había dado tema para toda la semana.
Mi hermano, simplemente, no sabe no contesta, se le hubiera podido ocurrir a él, el convencer al abuelo a ducharse y a quitarse los miedos, pero ni siquiera se le había pasado por la cabeza!
A mí me hubiera gustado que fuera más abierto, más normal, que fuera capaz de decirme que estaba muy guapa y que tenía unos pechos preciosos, y decírmelo con cariño de hermano, sin mirármelos de reojo. Pero evidentemente aún le faltaba madurar un poco.
En cuanto a mi madre, después de la sorpresa inicial, fue la que me entendió mejor que nadie, ella me conocía, sabía que no tenía dobleces y que decía las cosas tal y como las pensaba. A lo mejor me tenía envidia, porque seguramente ella, no sería capaz de desnudarse frente a su padre. Pero seguro que le hubiera gustado.
Fue una cena de pena que terminó lo antes posible sin volver a mentar para nada el tema de la ducha. Solo mi abuelo y yo sonreíamos cómplices. Yo soy feliz, porque mi madre, en la cocina, mientras recogíamos los platos, me dio un beso sin venir a cuento… O sí.

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