Hace muchos años – cuenta la tradición – que vivía en esta calle un hombre muy rico, cuya casa quedaba precisamente detrás del convento de san bernardo. Este hombre se llamaba don Juan Manuel y se hallaba casado con una mujer tan virtuosa como bella. Pero aquel hombre, en medio de su riqueza y al lado de una esposa que poseía prendas tan raras, no sé sentía feliz a causa de no haber tenido sucesión.
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar un consuelo, resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero tanto, que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intento separarse de su esposa y entrar de fraile a san francisco. Con este objeto, envío por un sobrino que residía en España, para que administrase sus negocios. Llego a poco el pariente y pronto también concebio don Manuel celos terribles, tan terribles que una noche invoco al diablo y le prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía lo estaba deshonrando. El diablo acudió solicito y le ordeno que saliera de su casa a las once de esa misma noche y que matara al primero que encontrarse. Así lo hizo don Juan, y a la siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el demonio se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había asesinado era inocente pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta que el se le apareciera junto al cadáver del culpable.
Don Juan obedeció sin replicar, noche con noche salía de su casa: bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a la victima. Entonces no había alumbrado y en medio de la noche, sé oían lejanos pasos, cada vez mas perceptibles: después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose don Juan le preguntaba:
Perdón usarse, ¿ qué hora son?
-las once
¡Dichoso usarse, que sabe la hora en que muere! Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un cuerpo caía, y el asesino, mudo impasible, volvía a abrir el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en su habitación. La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle, recogía la ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes.
En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un cadáver a la casa de don Juan Manuel, y este contemplo y reconoció a su sobrino, el que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna.
Don Juan al verlo, trato de disimular; pero un terrible remordimiento conmovió todo su ser y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al convento de san francisco, entro a la celda de un viejo sabio y santo religioso, y arrojándose a sus pies y abrazándole las rodillas, le confeso uno a uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu de lucifer, a quien había prometido entregar su anima.
El reverendo lo escucho con la tranquilidad del juez y con la serenidad del justo, y luego que hubo concluido don Juan, le mando por penitencia que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a rezar un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder absolverlo de sus culpas.
Intento cumplir don Juan; pero no había aun recorrido las cuentas de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que imploraba en tono dolorido.
¡ un padre nuestro y un ave María por el alma de don Juan Manuel!
Quedándose mudo, sé repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto los ojos espero el alba para ir a comunicar al confesor lo que había escuchado.
-vuelve esta misma noche – le dijo el religioso – considere que esto ha sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su anima y reflexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como ardido para apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta espanto.
Humilde, sumido y obediente, don Juan Manuel estuvo a las once en punto en la horca; pero aun no había comenzado a rezar, cuando vio y cortejo de fantasmas, que con cirios encendidos conducían su propio cadáver en un ataúd.
Mas muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presento al otro día en el concento de san francisco.
-¡padre-le dijo- por dos, por su santa y bendita madre, antes de morirme concédeme la absolución!
El religioso se hallaba conmovido, juzgado que hasta seria falta de caridad el retardar mas el perdón, le absolvió al fin, exigiéndole por ultima vez, que esa misma noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.
¿Que fue del pendiente? Solo se sabe que al amanecer se encontraba colgado de la horca publica un cadáver era del muy rico don Juan Manuel.
El pueblo dijo desde entonces que a don Juan Manuel lo habían colgado los Ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo por los siglos de los siglos amen.
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