lunes, 13 de agosto de 2012

LA NOVIA DE LA CALLE DE REGINA..(SUCEDIDO EN EL AÑO 1946)


de pronto, cuando la señora Juana Ortiz, viuda de Hernández, y su hija teresa Hernández trapeaban el piso de la vivienda cinco que había quedado desocupada, vieron al ras del piso unos zapatos negros bien boleados y brillantes. Y al levantar más los ojos, perplejas y atemorizadas, observaron a un hombre con traje de novio: de camisa blanquísima, pantalón y saco negros y en la solapa, flores de azahar. ¿su rostro? Blanco como la cera y una enorme tristeza en los ojos.


Doña Juana era la portera de las vecindades marcadas con los números 39 y 43 de la calle de Regina. Ese día, doña Elvira, la dueña, había pedido que hicieran muy bien la limpieza de la vivienda cinco, porque unas personas estaban interesadas en rentarla. Los anteriores inquilinos, doña Juana Ortiz lo sabía, habían dejado los cuartos porque, por las noches, los espantaban; alguien les movía muebles y camas. Por las mañanas, amanecía todo en su lugar. Suspiros y lamentos se escuchaban en la oscuridad. El corazón les revoloteaba en el pecho y en la cama. No aguantaron más y se fueron. ¿quién habitaba antes de ellos esos cuartos del cinco?

Desde el año de 1940 vivió ahí Lucila morales con sus papás y un hermanito que nació en esa vecindad, ese mismo año. Tres años más tarde, ella conoció a pedro Almaraz, tornero de oficio, buen muchacho y buen trabajador en los menesteres del taller ubicado en 5 de febrero en la colonia doctores.

Ya con 19 años, la muchacha no se hizo del rogar cuando pedro le propuso matrimonio -la espera suma años y las solteronas suman tantos vacíos y resentimientos-. Ella, por supuesto, le dijo que sí; la querencia le brotaba por los ojos, la piel y la humedad del cuerpo que señaliza todo, hasta el mundo que siempre está luminoso y el caminar se hace leve, leve... A veces el amor es tan leve que vuela, y la realidad es tan pródiga y tan virtual…

A ambos se les vio caminar por la calle de Regina, juntos, de la mano, con la mirada llena de luz desde que le pusieron fecha a su boda: el sábado 13 de febrero. Y entonces vinieron las prisas. Invitar a los familiares de pedro, que eran de Tlalpujahua, Michoacán. Para Lucila, las invitaciones fueron más ágiles y cercanas: de la colonia guerrero y de santa maría la redonda.

El vestido de novia había que comprarlo ya. Y así fue. Cuando sus amigas vieron el vestido blanco, lo alabaron por sus mangas abombachadas, holanes con encajes y los tres velos. ¡bellísimo! Lucila, de rostro risueño y cabello largo, lucía su cuerpo delgado y moreno como en un sueño dentro del espejo de cuerpo entero. -¡qué bonita se ve mi hija vestida de novia!- dijo la señora concha, madre de la prometida.

El viernes 12 de febrero hombres y mujeres de experiencia, y muchachas preciosas, se dieron cita en el escenario de la despedida de solteros, cada quien con su sexo.

La despedida de Lucila fue en la casa de su amiga Marisol, en la calle de Regina. A la novia la desvistieron, la vistieron, le dijeron para qué sirve el sexo y cómo utilizarlo en casos de emergencia; cómo hacer pañales y cambiarlos... ¡ah!, y cómo lavarlos para que no queden tiesos: “las nalgas de los nenes son delicadas”.

A pedro se lo llevaron a una cantina en la doctores para enseñarle, entre bromas, todo lo que debía saber un hombre para ser hombre en las sábanas, como esposo y como jefe de familia, faltaba más. “¡hay que saberse bajar los pantalones, pero también tenerlos muy bien puestos, porque en la casa manda el hombre… bueno, por lo menos que eso parezca!” “¡ja, ja, Jaap, cof, ja, coof, ay, ja!” “que la mujer ya no trabaje, luego se vuelven independientes y respondonas”. “¡y quieren amante!”

Llegó el sábado 13 de febrero y mucha gente vio salir a Lucila vestida de novia, con muchos invitados tras ella. Su casa y los patios de la vieja vecindad colonial, los adornaron con esmero: el arco arabesco que daba al patio grande lucía un corazón rojo y dos novios de papel al centro; la escalera que subía al segundo piso, abriéndose en dos brazos rumbo a los pasillos, fue adornada con cadenas de papel de china de colores muy mexicanos.

Al paso de Lucila y la comitiva por la calle de Regina se escuchaba: “¡qué bonito vestido de novia!” “¡qué guapa se ve la Lucy!” “¡mira, se ve contenta Lucila!” “dime si no: en la noche va a dormir calientita...” “¡cállate, envidiosa!” “¿Por qué? Si a mí no me hace falta casarme para dormir empernada.”

El sol es benigno con su caricia y Lucila recuerda que por la mañanita fue a ver a Jesús, en su imagen de eche homo que está en el enorme coro bajo del templo del exconvento de las conceptualistas de Regina Coeli, y le pidió, como le habían dicho sus amigas, un deseo muy cerquita del oído. Y esperó a que moviera la cabeza para que le dijera que sí se lo cumplía. Eso le dijo Marisol, que ese cristo mueve la cabeza para decir sí o no a los deseos que le piden. Esperó un rato observando a Jesús, con su bello y tranquilo rostro. Ella creyó ver una sonrisa y unos ojos nublados y amorosos del hijo de dios.

Ya en la iglesia, al cuarto para las dos, Lucila esperaba que llegara pedro. La misa era a las dos. Al cinco para las dos miró nerviosa la bella portada en cantera del templo con la sagrada familia tallada en ella. El eco del esbelto campanario la puso más nerviosa; pedro no aparecía.

A las dos salió el párroco y le dijo que no desesperara. Cuando el cura salió de nuevo… Lucila lloraba. Sus padres le dijeron que se fueran a casa. Ella sólo tenía un pensamiento: “¿qué le habrá pasado?”... Las miradas, las voces que son un eco perverso: “la dejaron vestida y alborotada”. “pobre muchacha”. “ya valió gorro la fiesta”.

Al llegar a la vecindad, su hermanito le dijo a Lucila que pedro estaba en la vivienda. Ella entró corriendo. Y sí, ahí estaba pedro: dormido sobre su cama. Lucila, con los ojos enrojecidos y llena de una ira desconocida, tomó un cuchillo y se lo enterró al hombre una, dos, tres veces. Él despertó como de una pesadilla, sólo alcanzó a decir: “¡en la des-pe-di-da de sol-te-ro… me... Me... Emborracha…!” Ya no terminó la frase... Lucila, con las manos y el vestido ensangrentados, levantó el mismo cuchillo, con su filo mortal, y se lo enterró, desgarrándose el corazón y la vida. Los vecinos del seis escucharon ruidos, tras la ventana miraron una silueta vestida de blanco.

Años después, en una ocasión teresa Ortiz, hija de la portera, bajó veloz las escaleras cuando, de pronto, le dieron ganas de orinar y se metió en una vivienda desocupada. En eso, frente a ella se le presentó una mujer vestida de novia: con las mangas abombachadas, holanes con encajes y tres velos. Teresa Ortiz quien heredó el trabajo de su madre, todavía miró sin poder pronunciar frase alguna cuando la novia se dio la vuelta y desapareció. Una señora se asomó y vio los ojos desmesurados de Tere… quien del miedo, ya no se acordó si ese día hizo lo que tenía que hacer en la taza del baño.

El tiempo ha pasado, pero Lucila y pedro siguen siendo parte de los silencios y de la piel de la casa colonial de Regina 39.

Y usted, amiga o amigo, si no se ha casado, tenga presente no emborracharse en su despedida de soltero o soltera. Pues ya ve que los filos de amor también matan.

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