Las calles que llevaron los nombres de primera y segunda del indio triste ( ahora primera y segunda del correo mayor y primera del carmen), recuerdan una antigua tradición que un viejo vecino de dichas calles refería con todos sus puntos y comas, y aseguraba protestaba de “ser cierta y verdadera”, pues a el se le había contado su padre, y este a sus abuelos, de quienes sé había ido transmitiendo de generación en generación, hasta el año de 1840 en que la puso en letras de molde el conde de la cortina.
Contaba aquel vecino, que a raíz de la conquista, el gobierno español se propuso a proteger a los indios nobles, supervivientes de la vieja estirpe azteca; unos habían caído prisioneros en la guerra, y otros voluntariamente se presentaron, con el objeto de servir a los castellanos alegando que habían sido victimas de la dura tiranía en los que tuvieran durante mucho tiempo el llamado emperador Moctezuma 11 o Xocoyotzin.
Pero hay que advertir que esta protección dispensaba a esos indios nobles, no era la protección abnegada que les había prodigado los santos misioneros, sino el interés de los primeros gobernantes, de las primeras audiencias y de los primeros virreyes de la nueva España, que utilizaban a esos indios como espías para que, en el caso de que los naturales intentasen levantarse en contra de los españoles, inmediatamente estos los supiesen y sofocaran el fuego de la conjura y así evitar cualquier levantamiento.
Cuenta pues la tradición citadas, que en una de las calles que hoy se nombra primera del Carmen, quizás la que hace esquina con la calle de Guatemala, antes de santa teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI uno de aquellos indios nobles que, a cambio de su espionaje y servilismo, recibía los favores de sus nuevos amos; y este indio a que alude la tradición, era muy privado del virrey que entonces gobernaba la colonia.
El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad, sementeras en los campos, ganados y aves de corral. Tenia joyas que había heredado de sus antecesores; discos de oro, que semejaban soles o lunas, anillos, brazaletes, collares de verdes chalchihuites; bezotes de negra obsidiana; capas y fajas de finísimo algodón de riquísimas plumas; cacles de cuero admirablemente adornado o de pita tejida con exquisito gusto; esteras o aretes de finas palmas, teñidas con diversos colores; cómodos icpallis o sillones forrados con pieles de tigre, leopardos o venados. En una palabra, poseía aquel indio todo lo que constituya para el y los suyos un tesoro de riqueza y obras de arte.
El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se confesaba, comulgaba, oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, como todos los de su raza era socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el aposento mas apartado, tenia un santocalli privado, a modo de oratorio particular, con imágenes cristianas, para rendir culto a muchos idolillos de oro y piedra que eran efigies de los dioses que mas veneraba en su genitalidad.
Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba llevando a la vida disipada de un príncipe destronado, sumiendo sin tasa en la malicie de los placeres carnales que lo prodigaban sus muchas mancebas, o entregado a los vicios de la gula y de la embriaguez, hartándose de manjares picantes e indigestos y ahogándose con sendas jícaras y jarros de pulque fermentado o con frutas dulces y sabrosas.
El indio aquel acabo por embrutecerse, volviéndose supersticioso, en tal extremo, que vivía atormentado por el temor de las iras de sus dioses y por el miedo que le inspiraba el diablo, que veía pintado en los retablos de las iglesias, a los pies del príncipe de los arcángeles.
Contaba aquel vecino, que a raíz de la conquista, el gobierno español se propuso a proteger a los indios nobles, supervivientes de la vieja estirpe azteca; unos habían caído prisioneros en la guerra, y otros voluntariamente se presentaron, con el objeto de servir a los castellanos alegando que habían sido victimas de la dura tiranía en los que tuvieran durante mucho tiempo el llamado emperador Moctezuma 11 o Xocoyotzin.
Pero hay que advertir que esta protección dispensaba a esos indios nobles, no era la protección abnegada que les había prodigado los santos misioneros, sino el interés de los primeros gobernantes, de las primeras audiencias y de los primeros virreyes de la nueva España, que utilizaban a esos indios como espías para que, en el caso de que los naturales intentasen levantarse en contra de los españoles, inmediatamente estos los supiesen y sofocaran el fuego de la conjura y así evitar cualquier levantamiento.
Cuenta pues la tradición citadas, que en una de las calles que hoy se nombra primera del Carmen, quizás la que hace esquina con la calle de Guatemala, antes de santa teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI uno de aquellos indios nobles que, a cambio de su espionaje y servilismo, recibía los favores de sus nuevos amos; y este indio a que alude la tradición, era muy privado del virrey que entonces gobernaba la colonia.
El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad, sementeras en los campos, ganados y aves de corral. Tenia joyas que había heredado de sus antecesores; discos de oro, que semejaban soles o lunas, anillos, brazaletes, collares de verdes chalchihuites; bezotes de negra obsidiana; capas y fajas de finísimo algodón de riquísimas plumas; cacles de cuero admirablemente adornado o de pita tejida con exquisito gusto; esteras o aretes de finas palmas, teñidas con diversos colores; cómodos icpallis o sillones forrados con pieles de tigre, leopardos o venados. En una palabra, poseía aquel indio todo lo que constituya para el y los suyos un tesoro de riqueza y obras de arte.
El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se confesaba, comulgaba, oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, como todos los de su raza era socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el aposento mas apartado, tenia un santocalli privado, a modo de oratorio particular, con imágenes cristianas, para rendir culto a muchos idolillos de oro y piedra que eran efigies de los dioses que mas veneraba en su genitalidad.
Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba llevando a la vida disipada de un príncipe destronado, sumiendo sin tasa en la malicie de los placeres carnales que lo prodigaban sus muchas mancebas, o entregado a los vicios de la gula y de la embriaguez, hartándose de manjares picantes e indigestos y ahogándose con sendas jícaras y jarros de pulque fermentado o con frutas dulces y sabrosas.
El indio aquel acabo por embrutecerse, volviéndose supersticioso, en tal extremo, que vivía atormentado por el temor de las iras de sus dioses y por el miedo que le inspiraba el diablo, que veía pintado en los retablos de las iglesias, a los pies del príncipe de los arcángeles.
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