Cuando la tierra se hubo extendido
sobre el agua y se hubieron formado las montañas y los valles, los espíritus
empezaron a recoger luz para hacer el sol. Mientras ellos trabajaban,
Tezcatlipoca estaba pensando: “Yo debería ser el sol”. Pero era oscuro como una
sombra.
Cuando el trabajo hubo terminado, todos se
retiraron para admirar lo que habían hecho. “Esta es mi oportunidad”, pensó
Tezcatlipoca, agarrando el sol recién hecho y atándolo a su cintura. Cuando se
elevó al cielo, arrojando sombras y pedazos de luz, los otros espíritus le
miraron y dijeron: “En fin, alguien tenía que ser el sol. Dejémosle hacer lo
que pueda”. Entonces se dieron la vuelta y empezaron a crear al primer pueblo.
Pero la gente que hicieron eran gigantes, y
cuando empezaron a caminar por la tierra eran constantes los gritos de “¡No te
caigas! ¡No te caigas!”. Siempre que un gigante se encontraba con otro, su
saludo era: “¡No te caigas!”, pues si alguno se caía no sería capaz de volver a
levantarse. Cuando vagaban de un lugar a otro, temerosos de agacharse o
inclinarse, los gigantes sólo podían comer los frutos que cogían de los
árboles.
Pero cuando el sol llegó arriba del cielo, de
repente el mundo se volvió oscuro, pues el sol que habían hecho los espíritus
sólo tenía fuerza para durar la mitad del día. Por lo visto los espíritus
habían cometido un error. La gente era demasiado grande y el sol demasiado
pequeño.
Después de trece veces 52 años, Quetzalcóatl,
con un gran palo, alcanzó a Tezcatlipoca y golpeándole lo arrojó fuera del
cielo. Este último cayó al océano, cambió de forma, salió a tierra convertido
en un jaguar y se comió a toda la gente. Ese fue el fin del primer sol, llamado
el Sol Jaguar. Como recordatorio de su caída, la constelación del jaguar se sigue
hundiendo en el océano todas las noches.
Monos, pavos y peces.
Cuando el primer sol hubo caído del
cielo, Quetzalcóatl tomó su lugar y se convirtió en el sol llamado Sol del
Viento. Había personas bajo ese segundo sol, pero sólo tenían piñones para comer.
Un año tras otro, sólo comían piñones, hasta que por fin Tezcatlipoca se
levantó en forma de jaguar, corrió por el cielo y golpeó con las patas por
atrás al Sol del Viento. Este, al caer, fue ganando velocidad y se transformó
en un viento tormentoso, barriendo todo lo que había sobre la tierra.
Desaparecieron los árboles y las casas. Todas las personas fueron arrastradas
por el viento, salvo unas cuantas que permanecieron colgadas en el aire y que
se transformaron en monos.
Cuando hubo desaparecido el segundo sol, el
espíritu de la lluvia fue al cielo y se convirtió en el sol llamado Sol de la
Lluvia. Había personas bajo ese tercer sol, pero para comer no podían encontrar
otra cosa que maíz de río. Todavía no se había descubierto el verdadero maíz. Finalmente,
Quetzalcóatl envió una lluvia de fuego y piedras calientes que quemó la tierra.
Tan calientes eran que el propio sol ardió en llamas. Las pocas personas que
habían escapado se transformaron, y cuando el fuego se hubo enfriado corrieron
sobre la tierra ennegrecidas en forma de pavos.
Quetzalcóatl invitó a la esposa del espíritu
de la lluvia a que se convirtiera en el cuarto sol, y ella aceptó. Durante el
tiempo de este cuarto sol, llamado Sol del Agua, había muchas personas, pero
seguían sin tener otra cosa que comer que maíz de hierba. El verdadero maíz aún
no se había descubierto. Un año tras otro comían maíz de hierba y se sentaban a
mirar la lluvia. Llovía todo el tiempo.
Por fin, un año llovió tanto que los lagos y
los ríos se elevaron por encima de las montañas, y todas las personas se
convirtieron en peces.
Tanto llovió que el mismo cielo se desplomó
sobre la tierra. Hasta que finalmente no quedaba más lluvia. Entonces
Quetzalcóatl y Tezcatlipoca se arrastraron bajo el borde del cielo, uno por
cada lado, y se transformaron en árboles, el Sauce Quetzal y el Árbol Tezcatl.
Conforme estos dos árboles crecían, uno a cada lado del mundo, el cielo era
empujado hacia arriba hasta que llegó al lugar en donde había estado antes.
Dejando los dos árboles en su lugar, los dos
espíritus se subieron por el borde y viajaron los dos por el cielo. Al
encontrarse en el centro, se quedaron juntos y se proclamaron los gobernantes
de todo lo que veían.
El camino por el que viajaron es el Camino
Blanco, que aún puede verse en el cielo de la noche.
Desde la tierra muerta. El diluvio que
había cubierto la tierra había desaparecido. Pero los espíritus estaban
preocupados. “¿Quiénes serán las personas?”, se preguntaban. “La tierra está
seca, y también los cielos están secos. ¿Pero, quiénes serán las personas?”.
Mientras estaban pensando, Quetzalcóatl bajó a
la Tierra Muerta que había detrás del mundo y, al llegar ante el Señor de la
Tierra Muerta y su esposa, que guardaban los huesos de los muertos, gritó:
“¡Dadme vuestros huesos!”.
No hubo ninguna respuesta.
“He venido aquí para llevarme esos valiosos
huesos que estáis guardando”.
“¿Para qué los quieres?”
“Los espíritus están preocupados y no dejan de
preguntarse: ‘¿Quiénes serán las personas?’.”
“Toma mi trompeta”, dijo el Señor de la Tierra
Muerta. “Tendrás los huesos si puedes tocar mi trompeta y dar cuatro vueltas a
mi bello país.” Pero la trompeta no estaba hueca.
Entonces Quetzalcóatl susurró a los gusanos
que vivían de la Tierra Muerta: “Gusanos, venid a agujerear esta trompeta”.
Cuando lo hubieron hecho, abejas y avispones volaron por el interior y
comenzaron a zumbar.
Cuando Quetzalcóatl circundó la Tierra Muerta
con la trompeta zumbante, el Señor de la Tierra Muerta lo escuchó y le dijo:
“Tuyos son los huesos. Llévatelos”. Pero luego dijo a todos los muertos que
estaban rodeándola: “Decidle a este espíritu que no se puede llevar los huesos
para siempre. Al cabo de un tiempo habrá de devolverlos”.
“Dice nuestro señor que tienes que
devolverlos”, gritaron todos.
“No”, respondió Quetzalcóatl. “Han de vivir
para siempre.”
Pero sus pensamientos interiores le
advirtieron: “No digas eso. Diles que los huesos regresarán”. Gritó entonces:
“Los devolveré”. Y rápidamente agarró los huesos de los hombres y los de las
mujeres, los envolvió y echó a correr.
“No le creemos”, gritó el Señor de la Tierra
Muerta. “Si dejamos que se los lleve nunca los devolverá. ¡Cavadle una tumba!”
Los muertos cavaron entonces una tumba para
Quetzalcoatl. Trató de escapar, pero una bandada de codornices cayó sobre él y
le hirieron, por lo que tropezó y cayó inconsciente en la tumba.
Al recuperar el sentido vio que los huesos
estaban esparcidos y que las codornices los habían mordido y mordisqueado.
Sollozando, preguntó a sus pensamientos interiores: “¿Cómo puede ser esto?”.
Sus pensamientos interiores le respondieron: “¿Que cómo puede ser? Los huesos
han sido mordisqueados y al cabo de un tiempo se pudrirán. Habrá muerte. Es
algo que no puedes cambiar”.
Se sintió muy triste, pero viendo que no podía
llevarse los huesos libremente, los recogió, los llevó a un lugar por encima
del cielo y se los dio a un espíritu llamado Mujer Serpiente, la cual los
machacó hasta convertirlos en polvo y los puso en un cuenco de jade. Entonces
Quetzalcóatl derramó en el cuenco sangre de su cuerpo, y lo mismo hicieron
todos los demás espíritus.
Cuando los huesos tuvieron vida, los espíritus
gritaron: “¡Han nacido las personas! Serán nuestros servidores. Nosotros
sangramos por ellos y ellos sangrarán por nosotros”.
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