“Hay una ruptura en la historia de la
familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no
tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre”. Es
cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de
la niebla. Lento, lento, impreciso. Es cuando uno de los padres que te tomó con
fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo. Es cuando el
padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes
de levantarse de su lugar. Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado
y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la
ventana - todo corredor ahora está lejos. Es cuando uno de los padres antes dispuesto
y trabajador fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda tomar sus
medicamentos. Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que
somos responsables de esa vida. Aquella
vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz. Todo hijo es
el padre de la muerte de su padre. Tal vez la vejez del padre y de la madre es
curiosamente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para
devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas. Y así como adaptamos
nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo
corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros
padres. La primera transformación ocurre en el cuarto de baño. Seremos los
padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera. La
barra es emblemática. La barra es simbólica. La barra es inaugurar el
“destemplamiento de las aguas”. Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es
una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos
ningún momento. La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las
paredes. Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas. Envejecer es
caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin
escalones. Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle
con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos,
diseñadores, ingenieros frustrados. ¿Cómo no previmos que nuestros padres se
enfermarían y necesitarían de nosotros? Nos lamentaremos de los sofás, las
estatuas y la escalera de caracol. Lamentaremos todos los obstáculos y la
alfombra. Feliz el hijo que es el padre de su padre antes de su muerte, y pobre
del hijo que aparece sólo en el funeral y no se despide un poco cada día. Mi
amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos. En el
hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla,
tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento: Deja que te
ayude. Reunió fuerzas y tomó por primera vez a su padre en su regazo. Colocó la
cara de su padre contra su pecho. Acomodó en sus hombros a su padre consumido
por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil, tembloroso. Se quedó abrazándolo por
un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su
adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable. Meciendo a su padre de un
lado al otro. Acariciando a su padre. Calmando él a su padre. Y decía en voz
baja:
- ¡Estoy aquí, estoy aquí, papá! “Lo
que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí”.
Largo... hondo... reflexivo. Ojala
puedan compartirlo a sus familias.
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