Quizá alguna noche en el campo hayas
visto una chispa de luz que brilla y se mueve de un lado a otro; esa luz la
produce el cocay, que es el nombre que le dan los mayas a la luciérnaga. Ellos
saben cómo fue que este insecto creó su luz, esta es la historia que cuentan:
Había una vez un Señor muy querido por
todos los habitantes de El Mayab, porque era el único que podía curar todas las
enfermedades. Cuando los enfermos iban a rogarle que los aliviara, él sacaba
una piedra verde de su bolsillo; después, la tomaba entre sus manos y susurraba
algunas palabras. Eso era suficiente para sanar cualquier mal.
Pero una mañana, el Señor salió a
pasear a la selva; allí quiso acostarse un rato y se entretuvo horas completas
al escuchar el canto de los pájaros. De pronto, unas nubes negras se apoderaron
del cielo y empezó a caer un gran aguacero. El Señor se levantó y corrió a
refugiarse de la lluvia, pero por la prisa, no se dio cuenta que su piedra
verde se le salió del bolsillo. Al llegar a su casa lo esperaba una mujer para
pedirle que sanara a su hijo, entonces el Señor buscó su piedra y vio que no
estaba. Muy preocupado, quiso salir a buscarla, pero creyó que se tardaría
demasiado en hallarla, así que mandó reunir a varios animales.
Pronto llegaron el venado, la liebre,
el zopilote y el cocay. Muy serio, el Señor les dijo:
-Necesito su ayuda; perdí mi piedra
verde en la selva y sin ella no puedo curar. Ustedes conocen mejor que nadie
los caminos, las cavernas y los rincones de la selva; busquen ahí mi piedra,
quien la encuentre, será bien premiado.
Al oír esas últimas palabras, los
animales corrieron en busca de la piedra verde. Mientras, el cocay, que era un
insecto muy empeñado, volaba despacio y se preguntaba una y otra vez:
-¿Dónde estará la piedra? Tengo que
encontrarla, sólo así el Señor podrá curar de nuevo.
Y aunque el cocay fue desde el inicio
quien más se ocupó de la búsqueda, el venado encontró primero la piedra. Al
verla tan bonita, no quiso compartirla con nadie y se la tragó.
-¿Aquí nadie la descubrirá? -se dijo-
A partir de hoy, yo haré las curaciones y los enfermos tendrán que pagarme por
ellas.
Pero en cuanto pensó esas palabras, el
venado se sintió enfermo; le dio un dolor de panza tan fuerte que tuvo que
devolver la piedra; luego huyó asustado.
Entre tanto, el cocay daba vueltas por
toda la selva. Se metía en los huecos más pequeños, revisaba todos los rincones
y las hojas de las plantas. No hablaba con nadie, sólo pensaba en qué lugar
estaría la piedra verde.
Para ese entonces, los animales que
iniciaron la búsqueda ya se habían cansado. El zopilote volaba demasiado alto y
no alcanzaba a ver el suelo, la liebre corría muy aprisa sin ver a su alrededor
y el venado no quería saber nada de la piedra; así, hubo un momento en que el único
en buscar fue el cocay.
Un día, después de horas enteras de
meditar sobre el paradero de la piedra, el cocay sintió un chispazo de luz en
su cabeza:
-¡Ya sé dónde está! ?gritó feliz, pues
había visto en su mente el lugar en que estaba la piedra. Voló de inmediato
hacia allí y aunque al principio no se dio cuenta, luego sintió cómo una luz
salía de su cuerpo e iluminaba su camino. Muy pronto halló la piedra y más
pronto se la llevó a su dueño.
-Señor, busqué en todos los rincones
de la selva y por fin hoy di con tu piedra -le dijo el cocay muy contento, al
tiempo que su cuerpo se encendía.
-Gracias, cocay -le contestó el Señor-
Veo que tú mismo has logrado una recompensa. Esa luz que sale de ti representa
la nobleza de tus sentimientos y lo brillante de tu inteligencia. Desde hoy te
acompañará siempre para guiar tu vida.
El cocay se despidió muy contento y
fue a platicarles a los animales lo que había pasado.
Todos lo felicitaron por su nuevo don,
menos la liebre, que sintió envidia de la luz del cocay y quiso robársela.
-Esa chispa me quedaría mejor a mí
-qué tal se me vería en un collar -Pensó la liebre.
Así, para lograr su deseo, esperó a
que el cocay se despidiera y comenzó a seguirlo por el monte.
-¡Cocay! Ven, enséñame tu luz ?le
gritó al insecto cuando estuvo seguro de que nadie los veía.
-Claro que sí ?dijo el cocay y detuvo
su vuelo. Entonces, la liebre aprovechó y ¡zas! le saltó encima. El cocay quedó
aplastado bajo su panza y ya casi no podía respirar cuando la liebre empezó a
saltar de un lado a otro, porque creía que el cocay se le había escapado.
El cocay empezó a volar despacio para
esconderse de la liebre. Ahora, fue él quien la persiguió un rato y en cuanto
la vio distraída, quiso desquitarse. Entonces, voló arriba de ella y se puso
encima de su frente, al mismo tiempo que se iluminaba. La liebre se llevó un
susto terrible, pues creyó que le había caído un rayo en la cabeza y aunque
brincaba, no podía apagar el fuego, pues el cocay seguía volando sobre ella.
En eso, llegó hasta un cenote y en su
desesperación, creyó que lo mejor era echarse al agua, sólo así evitaría que se
le quemara la cabeza. Pero en cuanto saltó, el cocay voló lejos y desde lo alto
se rio mucho de la liebre, que trataba de salir del cenote toda empapada.
Desde entonces, hasta los animales más
grandes respetan al cocay, no vaya a ser que un día los engañe con su luz.
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